Aquí se leen (o se solían leer) los ejercicios de escritura automática de un tipo al que le encanta levantarse tarde... pero no puede.

Colgué un pesado fardo de cosas recogidas por ahí y salí al campo abierto a tomar algo de aire

Me gustó la vista del camino, seco y despeinado, tupido de espigas que saltaban entre sonidos zumbantes. Un tábano se entretenía bailando entre las nubes de polvo, intentando descifrar la proveniencia de diminutas partículas suspendidas en el aire. Una mariposa reseca por el sol pero aún así sonriente remontaba las oleadas de vapor de agua que se batían a muerte con los remolinos de polvo, y a pesar de perder un par de manchas en las alas logró escapar con vida. El sol se descolgó en reflejos, como un balón de luces ocres y transparentes pegando aquí y allá. Aves desviadas de su ruta aterrizaban sobre los baches de roca, resistiendo el calor en los cojines de sus patas. Algunos picos desprendidos se convertían de inmediato en banquete para varias clases de hormigas. Y eso nos fue dando ánimos para avanzar entre el desorden, perfectamente coordinados. A ella la sensación de las partículas extrañas en los ojos le incomodó al principio, pero relajó los brazos y estiró los dedos hasta sentir las membranas tensas entre ellos. Su falda parecía desprenderse, pero azotada como estaba por el viento decidió resistir con la actitud de la ropa que se seca en pleno vendaval. La tomé de la mano y la llevé adelante. Cerró los ojos por buscar un juego y la obligué a pisar las hojas secas, y no pudo evitar a reír con los cambios repentinos de rumbo que le hicieron llenar la boca de aire turbio. Sólo un gato aferrado a la copa de un árbol sin hojas logró vernos antes de que un tronco de balso nos cayera encima, doblándonos bajos sus ramas, con la cara apretada contra el suelo. Subimos el volumen a la música, y mientras alguien se decidía a liberarnos agitamos nuestras piernas de la manera más cómoda , siguiendo el ritmo pegajoso de una canción sencilla de Velvet Underground. (Tiempo de escritura:8'54". Edición: 6' 15")

Tirarse de la cama bocabajo y arrastrarse hasta la sala

Ordenar abrir las tablas del techo y dejarse llevar hacia la luna. Permitir que algo baboso y repugnante pase por delante sin estornudar y devolverse de un tirón a ver morir la tarde. En el balcón del mar esperar que algo suceda. Decirle a los que pasen que el tiempo es ilusión. Y cantar con guitarras viejas y sin cuerdas algunas tonadas melancólicas. Si pasa algo hacerle venia. Y si no también. Arrastrar los zapatos hasta la estación de Núñez, pedirle a una mujer que te acaricie el pelo. Y si accede dibujarle pajaritos en el aire. Retomar alguna tarea inconclusa y pedirle a los trenes que la pisen. Comentar entre susurros que han hecho algo desastroso y que han acabado con tu carrera policial. Desenterrar clavos de vagones derruidos, y ponerlos entre las ruedas de tus camiones preferidos. Insultar a los ancianos que no escuchen, para no herirlos en el pecho. Y dejar que un exabrupto te guíe de momento. Si una nube de insectitos se te acerca, sumarte a ellos entonando zumbidos de metal. Y posarse entre las ramas de un limón a someterse a los efluvios cítricos mientras obran locuras en tu mente. Esperar el paso de los osos hormigueros y lanzarse sobre ellos con la punta envenenada. Picarlos hasta que estallen de lo hinchados. Y recobrar las energías al borde del estanque. Cuidarse de las ranas que fabrican poesía, de su leche tibia y erudita, de sus croados soporíferos y complacidos de sí mismos, y al menor impulso correr en dirección contraria. Ver nacer luciérnagas de las burbujas pantanosas y esperar hasta que formen una hélice en torno de la noche. (Tiempo de escritura: 6’ 44’’. Edición: 4’ 01”)

El toro saltó sobre la verja y en el otro lado lo esperaba el cachorrito

Abrieron sendos hoyos en el cielo y por ahí se tiraron a malditos. La gente que sabía de su idilio se integró pronto al convite planetario. Y juntos como rastas de piscina navegaron mucho tiempo entre raros aerolitos. Una tarde en que Neptuno embelesado, se ponía despacito sus galas de chorlito, una niña vestida de azafata los tiró por la borda a toditos por las patas. Saltando entre cuerdas y rotitos una pera dulce dejó la paz del olmo. Y feliz por sus nuevos amiguitos les dijo a toditicos que ella era capitana. Liderados por la pera y su dulzura remaron todos pero sólo hacia estribor. Y cantando como patos de vikingo recorriendo mil veces el mismo punto negro. No importándoles tan fútil precisión, decidieron por fin poner un pie en la tierra. Y bajáronse saltando por la borda embriagados de aire y de polvo sideral. Descalzáronse todos, exhibiendo a su paso variadas garras multiformes. Unas largas y delgadas, como raíces aplanadas en la plancha del espacio. Otras de uñas anchas y redondas, como aretas derrotadas en la oreja de Van Gogh. Una hembra que todo lo miraba en lo alto de una piedra tendida y renovada, decidió salir al paso y preguntarles frente a frente qué era lo que buscaban. “Somos los visitantes, y de aquí para allá vamos haciendo nada”. “Y es en son de paz”. “Y en son despacio. “Yo soy Eufrasio”, dijo un pato muy locuaz. La hembra radiante y convencida arrojó a la arena su gorra y su morral. Y siguioles el paso por la tierra a los extraños visitantes . Borrachos y locos de bailar, decidieron por fin volar hacia La Habana. Y sentados ahí en El Malecón ordenaron mojitos y un trío sabrosón. Poco a poco llegaron los turistas. Vino Radio Francia y un fotógrafo del Granma. Y al otro día su estruendo silencioso fue el protagonista de la primera plana. Fidel se hizo un nudillo en la punta del bigote y pidió que los enviaran. A su puerta llegaron al momento los trescientos visitantes y la hembra colombiana. Y desde entonces en la casa del bigotes viven tomando ron unos cuantos amigotes. Bichos, bestias y sus amos más extraños, y uno que otro pasmarote que les vino de rebote. No habido ganas de fugarse. No habido motines ni revoluciones. Todos pasan sus tardes en la hamaca. Contándose recuerdos y estirándose las caras. Las manos también cuelgan, prendidas a un vasito repleto de mojito. Y en el espacio, ahora tan tranquilo, ya nadie se pregunta qué fue del carnaval. (Tiempo de escritura: 9’ 48”. Edición: 6’ 04”)

No sé cómo llegué al agua pero aquí estoy, pasando tragos fuertes de algo como ron en llamas

Tal vez haya sido el aire que se transformó en delirios de humedad y me dejó tendido en oleadas de licor. Siento cacerolas angustiadas que no encuentran el camino al horno rojo. Detonantes de tristeza que te estallan el oído de memoria. Trailers empujados por hombres jorobados en los que viajan las familias exiliadas del valle de las gentes recubiertas de pelaje. Todo tirita entre las ramas del árbol cacatúa. No pasa un segundo en que sus plumas de hoja o sus hojas de pluma no se agiten estremecidas por su canto involuntario de ave trastornada. Los cuernos de animal abandonados por ahí saben que no falta mucho para que un alma buena los adopte entre su puño y los clave con ahínco entre la carne blanda de amigos o enemigos. Más debería preocuparle a la hierba el insecto que carcome su raíz que la huella pasajera que la talla. No se asuste nadie cuando el estornudo traqueteante de la embarcación de corcho deje todo el cargamento de blablablás y balbuceos regado sobre el agua como una colección de contrabando para ambientar la tarde que se hunde. Disparar de nuevo contra el sol de caucho que hoy nos mira fijo y abrirle un hoyo negro entre la yugular y la aorta. Mirarlo arder de nuevo y comprender que su risa suave no es más que el preludio de un rayo helicoidal que te perforará de buche a espalda. Contar las monedas que crujen en tu pantalón, lanzar dos o tres al aire y huir a tu guarida antes de conocer el rumbo de tus suertes. Al fin y al cabo da igual que en la estufa te aguarde un pavo bien relleno o las cabezas endurecidas de calor de una familia entera de conejos. El hambre siempre será hambre, y de algo debe alimentarse quien da tumbos como forma ideal de rebeldía. (Tiempo de escritura: 8’ 41”. Edición: 2’ 48”)

Abro un ojo sin mucho fervor y veo el gato pintado que se escabulle en el pequeño cuenco de la sal

No me sorprende que su pelo se vuelva pálido y se seque como pasando por un horno intempestivo. Sus ojos ruedan de sus órbitas y suenan como canicas. El perro mueve la cola y se lanza sobre las bolas de colores. Pero al morderlas se le hinchan en la boca y ya no puede sacarlas, su quijada está abierta y casi desprendida, como boa tragando un baobab. Yo que soy el amo no me decido a poner y orden. Y opto por dejar caer la aguja sobre el disco de colores que hace días me trae loco de adicción. Los parlantes tiemblan y los objetos minúsculos que pueblan las mesas avanzan tranquilos hacia el borde. El perro ya no tiene forma humana, y las canicas siguen creciendo en su cabeza. Por la ventana asoman pájaros de pelo lacio atraídos por la vibración. Y aunque el vidrio se sacude con espasmos al son del bajo, lo siguen todo con un ridículo gesto de atención. Del suelo ya agrietado han salido tropas aisladas de hormigas y gorgojos. Algunas de ellas llevan en sus hombros trozos de queso parmesano cristalizado, pan endurecido y motas negras que más tarde me entero que son viejas migas de paté de hígado que de alguna manera encontraron la ruta del subsuelo. Algunas mariposas afelpadas se han instalado sobre la lámpara, produciendo al trasluz chorros de tonos claros y cálidos que lo envuelven todo en un ambiente confortable. La niña no ha querido entrar, y observa desde una ranura. Aún lleva juguetitos en la mano, pero se le han ido cayendo sin darse cuenta. Y a cada movimiento que ve dentro del cuarto sonríe y espera impaciente qué vendrá. Pero el último gesto de esta máquina de hacer que suceda cualquier cosa nos toma a todos por sorpresa. Los gorgojos eran muchos más. Y de repente todo se desmorona en pequeñas partículas redondeadas que forman un montículo de arena exactamente igual al de las dunas del desierto, sólo que con vetas de colores de lo más simpáticas. (Tiempo de escritura: 12’ 59”. Edición: 6’ 32”)

Sentarse al borde de la acera a remendar los zapatos

Y ver cómo los tambores improvisan felices sus cuentos de tedio y humor. Dejar que la mujer de la ventana de enfrente lance sus flores de juguete sobre las corrientes de aire. Hacerse el muerto para no ir a cine cuando todos los teatros ofrezcan crispetas viejas. No detenerse ante la marcha del camión que se aproxima y recibirlo con exclamaciones elegantes mientras te aplancha la cabeza. Pegar del cuenco negro de la noche figuritas incandescentes que te recuerden que nada está dicho aún. Que aunque todo parezca esperar su turno, la verdad es que no hay filas, excepto la de la puerta del baño. Discurrir a todo volumen, con algún viejo que pase, sobre el futuro de una plantita sembrada por ahí, y ponerse de acuerdo simulando sinembargo un radical y completo desacuerdo sobre el tema. Desafinar cuando llegue el gran concierto y cacarear como gallina enrazada en borriquillo cuando te pidan cuentas sobre algún desacierto que abotague tu mirada. Pensar en algo tridimensional y sólido alojado en tu cerebro, enviarle corrientes de poder hasta que se tome el lugar entero y comience a asomar sus aristas en tu frente. Imaginar que es cierto, y desbaratar tus planes de ir al mar en el momento en que todo estalle. Reírse de la niña del vestido negro que hace piruetas de circo sobre la mesa principal, y recoger su arete en silencio con movimiento sutil. Robar el vaso en el que su abuelo guarda una caja de dientes con molares forrados en oro, y simular dolor estomacal para salir a tomar aire en la copa de los pinos. Dejarse caer de cabeza, y dormir una larga siesta en los agujeros de los topos. Lo demás es respirar, que ya el sol y el agua se encargarán de lo demás. (Tiempo de escritura: 8’ 34” Edición: 3’ 04”.)

Remaba sobre un charco en el que las flores de plástico lamentaban su suerte

En la barca íbamos Ella, las otras dos y yo. Una era un poco muda, aunque lograba comunicarse con complicados juegos de parpadeo y risas ahogadas. La otra sabía que la malla que recubría sus piernas causaba efectos hipnóticos en los espectadores, y se limitaba a verlas obrar sobre la mente de sus acompañantes con una sonrisita de actriz mediocre. Y Ella me ayudaba a remontar la corriente con exhalaciones forzadas. El cielo poco a poco se poblaba de zeppelines y globos aerostáticos que la empresa fabricante había decidido poner a prueba para generar noticias, pero eso aún no lo sabíamos, y por eso hacíamos apuestas sobre qué podría estar pasando. No podía ser una carrera porque todos iban en direcciones diferentes. Y para ser una simple exhibición le faltaba el aire festivo. No había colores intensos. No había rojos subidos ni azules cielo en las carpas de las aeronaves. Todas eran de un tono de piel pálida, como vejigas de balón desamparadas, cosidas con tejido burdo como heridas de guerra. Y como tenían formas tan disímiles llegamos a pensar que era un experimento militar de alguna clase, sin sentido de lo estético y en el fondo con cierto afán de amedrentar. Como si quisieran decir: atención ciudadanos, que estas cosas parecidas a hígados o riñones o pulmones en cualquier momento pueden descargar algo terrible sobre ustedes. Sin darnos cuenta aceleramos la marcha, y en un momento estábamos sentados sobre el muellecito tocando la superficie del agua con la punta de los dedos, hablando de los efectos del Napalm sobre el organismo humano, de la mejor técnica para perder la vida rápido en caso de un ataque nuclear que no haya arrasado con nosotros, o intentando especular sobre los efectos de mezclar cianuro con ácido clorhídrico y un poco de arsénico pasado por mercurio. La una se había quitado las medias, un poco avergonzada, me dio la impresión. La otra se encerró en un gesto vacío, como de estar viendo la peor parte una película entretenida. Y Ella se me aferró a la espalda, apretando con la fuerza de una niña que sabe que ha llegado la hora de abandonar para siempre a su osito de peluche. (Tiempo de escritura: 9’ 31”. Edición: 7’ 34”)

Dejar que tus poros destilen el polvo gris de la plata triturada

Extirpar de tus oídos el sentido de lo torpe, y relamer con ansiedad el último dulce del Halloween. No importa que ante ti se abra un portón hecho de brazos que te empujan a saltar a la cascada de cemento. No importa que un costal de aves rapaces llegue ante tu puerta. No es posible ver el muelle erguirse entre mástiles de piedra si antes no has rociado la superficie del mar con papeles impregnados de letras diminutas. Saltar por la borda y largarse a correr. Despejar el ambiente de papel picado, y retener en tu paladar el sabor del primer tetero de la infancia. Dejarse de balbuceos. Arrojar el tartamudeo lejos. Detener las rosas perfumadas que amenazan apestar en la punta de tus dedos. Y pensar en clave negra. Un tornillo apretado en la sien de cada uno de tus enemigos. Así se trate de orugas criadas en petróleo o de raíces amputadas que se asoman al filo de tu ventana. Una catarata de brea que se desliza implacable sobre las callecitas de tu barrio. Un puerco chillando empinado en sus pezuñas aterrado ante el rugido de las bestias que han dejado sueltas. Aves engrasadas que vuelan casi a ras de suelo, capturando a picotazos salvajes cosas como dedos o gusanos que pertenecieron a personas simples. Nutrias con la cola erizada de pólvora, rasgando el fango para salvar el pellejo a último momento. Y un roce inoportuno que se vuelve chispa, un zumbido general del apacible paisaje abotagado de formas aceitosas y oscuras, y un tronar final de placas tectónicas felices de andar liberando una insoportable sed telúrica después de siglos. (Tiempo de escritura: 8’ 15”. Edición: 3’ 23”)

Encender la cámara y lograr que en lugar de tragar dispare luz

Echarle fuego a los caballos que huyen sobre las plagas cenagosas del Llano. Arrojar mariposas sobre los fogones de leña. Dirigir la mirada a la carpa del circo, dejarse atraer por las risas y lunares de las mujeres que ofrecen sus ombligos y ensayar con alas de angelito el papel de payaso principal. Descolgar papayas del árbol de utilería, y fabricarse collares de fruta picada antes de lanzarse al río Cauca. Dejar caer como títeres las calaveras desmadejadas en los corralitos carcelarios de una pradera tropical en la que la Vírgen de las Mercedes se desviste y exige respeto. Esconder una calibre 35 entre las fosas nasales y aporrear el vestidito de la actriz principal sobre un mapa de Colombia hecho de cementito pintado. Tronar los dedos y hacer que ese mismo mapa se levante borracho de risa y se sacuda de encima sus recovecos más brillantes como si fueran joyas indignas en un cuerpo tan manchado. Ponerse una máscara de Culebro Casanova y salir a ajustar cuentas con niñas despistadas por las callecitas de Santa Fé de Antioquia. Escupir sobre la tumba de Augusto Pinochet. Señalar con el dedo los árboles más densos, y colgar entre sus hojas latas de películas ya idas. Ingeniarse la manera de que la savia se haga luz y el tronco proyector, y que de ese árbol de iguanas o zapotes salvajes broten como la señal de Batman los rayos titilantes de un cine hecho golpetazo en la cara de los que esconden su rabito de paja. Levantar la mirada al cielo negro del cine colombiano, y ver cómo se abre un espacio trunco para alojar a un maestro-guayacán amarillo, un hombre-aguja que tejía fino y constante disfrazado de quijote, con nariz de hacha y una mirada limpia de la que siempre salió el cine hecho palabras, hecho tajadas de jamón de celuloide en salsa de vino chileno. Un estornudo tramposo en homenaje a un flaco aguerrido al que un monstruo sin ojos se le agazapó entre el buche y gritó “corten”. El plano final de un hombre sin aliento que se aleja horizontal en el vientre de una camioneta fúnebre a contracorriente del río Cauca no es tan final. Al grito de “corten” de su bicho oscuro el maestro grita “acción”. Y alebresta esa tropa de cinéfilos heridos que aúlla alrededor de un guayacán bebé del que si todo sale como debe, brotarán como espantos las flores de lucecita envenenada para fabricar la mermelada que sacuda de alegría el pan insípido en que se han convertido los desayunos de cine en este vallecito de Aburrá. In memoriam, Dunav Kuzmanich. (Tiempo de escritura: 9’27”. Edición: como media hora, por primera vez en la historia de Automática. Una trampa que la ocasión ameritaba. Ahí perdonan.)

Gatos sin dientes que piden un poco de leche

Hipopótamos indigestos de filosofía a los que la risa les hace una mueca desde el otro lado del pantano. Un niño gitano que sabe el triple que todos los del barrio y reparte frasecitas en papel mantequilla en las que como un brillo que naciera en las esquinas ilumina mentes y despeja bestias atragantadas de problemas. Neveras bien organizadas dispuestas como floreros en los balcones. Vidrios deformantes por los que una niña podría entender la histeria que apura las caries de su madre. Tal vez frenar de vez en cuando valdría la pena. Poner el pie sobre el asfalto y bajar un minuto del troncomóvil. Mirar sin afán el paisaje que se ofrezca. Y pensarlo dos veces antes de pasar a la siguiente frase. Pero juego es juego y así se juega este. Disparando dardos de mermelada a los ojos de la luna. Golpeando con manzanas acarameladas el costado del centro comercial. Hiriendo de indiferencia las vitrinas y poniendo enormes monigotes parlantes en los corredores de cada establecimiento que expenda baratijas. Monstruos casi de carne que enseñen que el secreto de la vida está en comer a toda hora, lanzar billetes al retrete y colgarse cuanto trapo extraño y caro pase por delante. Nivelar el ritmo de la mente con un poco de queso dulce. Esencia de vainilla envuelta en hojas de plantas recién brotadas. Y distraer los dedos saltando de roca en roca hasta que su propia torpeza los deje ir a reventarse al fondo del acantilado. No dejarse vencer por la pereza de morirse niño. No azorarse ante el embate de ojos verdes de los hombres de armadura. Copiar canciones sencillas en la superficie de tus muelas. Y dedicarte a cantarlas entre murmullos por la orilla de todos los mares que valgan la pena ser pisados. Acariciar los lomos de los libros como alentando caballos diminutos. Y hacer que de sus bordes nazcan pequeñas plantas trepadoras que sin prisa pero sin pausa te encierren en una agradable red constríctor que haga para ti las veces de verdugo. (Tiempo de escritura: 7’ 43”. Edición: 3’ 25”)

Siete bulldozers en manada pueden hacer tanto como una oveja enardecida

Los ojos que se les quieren salir de las órbitas y bajo su mentón se apelmazan los tiempos del pasto fresco. Hicieron bien los antiguos maiceros en desertar al borde del atlántico. No pasaba nada entre los cocos y entre las frondas nuevas probaron el dulce sabor del chicle interoceánico. Un algo de ballena y de batata recorre las nubes amargas de los cultivadores de cebolla. Sus tristezas nos son nada comparadas con los mares de lágrimas atentas con las que destierran los amores inventados a cada minuto. Gastar dinero en paños limpiadores puede ser mejor que aficionarse al juego interminable del azar. Y sin embargo para emprender cualquier proyecto conviene adicionarle unas gotitas de caos al coctel. Ni siquiera los bufidos de quienes rugen exigiendo frases dignas pueden espantar a los gallitos de pelea que se baten en el ring de los dados hechos letras arrojadas con pistola de bengala. Joyas pueden estar lejos de ser. Pero determinar su destino en un puchero puede ser igual de equivocado. No hay nada de malo en coleccionar trozos de basura bien seleccionada, y empastelar bajo el hojaldre los hallazgos intuitivos de los buscadores de piedritas. (Tiempo de escritura: 4’ 32”. Edición: 2’ 53”)

Largar la carrera de brujas y darle a cada una un beso en la frente

Pedirles que te traigan turrones de dientes de conejo embadurnados con anís. Soltarle la soga al duende y enseñarle a caer parado en tres saltos mortales. Introducir tu entrecejo en un zapallo y dedicarle horas al estudio de las semillas de hortaliza enorme. Preparar algún discurso en caso de que los viejos anacoretas te reclamen por tu falta de emoción. Y despistar las burradas con golpes de hombro. Si un lugar común te manda una tarjeta de invitación, puedes simplemente hacerlo pasar, ofrecerle un tinto envenenado e invitarlo a seguir la ruta del sanitario. Depende un poco todo esto del talante de tu mascota de turno. Porque si se trata de bulldogs apaleados en su infancia es posible que nada fructifique. Que un colmillo asestado en el lugar erróneo te deje viendo oscuro por el resto de tus días. O que de pronto bailes el foxtrot diabólico con los personajes incorrectos. No reduzcas tu mirada al estertor. Alimenta de frutas en papilla tus oídos, y degusta el zumo de naranjas con la punta de tus tímpanos. Reduce tus gustos a la mermelada de limón. Y bébela a chorros por los poros de tus manos. Invéntate una disculpa cuando lleguen los leones. Y hazte compinche de quien replique que la suma aleatoria de palabras da lo mismo que un pepino cohombro secándose al sol en medio del desierto. (Tiempo de escritura: 6’ 03”. Edición: 3’ 20”)

Siento que el conejo me sonríe y asoma por mi oreja

Yo lo dejo que se largue, y le digo "conejo, que la vida te sonría amigo". Él no me escucha pero se pierde sobre las cabezas de la gente dando tumbos. Kioscos de color de rosa. Jamones sencillos que largan un humito pasmoso e hilarante del que todos nos colgamos para pasar el tiempo. Decimos cosas por decirlas. Nos reímos por ejercitar los músculos de la cara. Y le ladramos a las raíces de los árboles hasta hacerlas erizar de amor. Qué bestial que puede ser la palabrería cuando se arroja de frente, sin ponerle matras ni pomburos, qué bonito que puede ser cuajar nubes entre las manos cuando escuchás de fondo lo mejorcito del Cuarteto de Nos. Decile al ovni que se acerca que se largue. Que vos estás de lujo tirado en la pradera y que las manzanas caen fácil en tu mano. Que no tenés nada que hacer en el espacio exterior y que saludos por Marte o por Saturno o por donde quiera que hayan venido. Que vos estás que no te cambiás por nadie. Que una horda de tigrillos te protege y que en la luna tus amigos te ven por telescopio y te escriben chistes que entendés sin verlos. Hacete el muerto si te quieren llevar. Y cuando se hayan ido aplaudí como loco, hasta que lleguen los camiones de peluche y te lleven a tu cama. (Tiempo de escritura: 4’ 27”. Edición: 2’ 46”)

Los labios de las niñas merecen la suerte de los campeones

Si algo se desprende de tus ojos déjalo ir sin preguntarle nada. Cuélgate recuerdos de la infancia sobre la espalda y recréate con las miradas sorprendidas de todos los que pasan. No lances el anzuelo sin ponerle un chicle en la punta, y cuéntales chistes a los gusanos para que su muerte no sea demasiado seria. Nunca cedas en tus pretensiones ante un dueño de circo, corres el peligro de que te ofrezca el papel de simio hembra o que te ponga el gorrito rojo del domador domado. Tapiza de musgo la superficie de tu cama. Negocia con los hongos y vegetales repentinos que pretendan habitarla, y para mantenerte a salvo dales de comer a los zancudos. No aceptes fajos de billetes empacados en enormes tinajas de caucho. Los problemas tienen mejores maneras de llegar. No sueltes la mano de tu novia cuando un tigre la requiera, y cántales poemas retorcidos si logran huir juntos. Embotéllate siete u ocho horas en el trancón más concurrido y aprovecha para crear pequeñas obras maestras, asegúrate de abrir las ventanillas a menos de que optes por conectar el escape de tu carro al aire acondicionado para despedirte del mundo dejando obra inconclusa. Escríbele cartas desfachatadas al club de leones y al ministerio de salud. Y aflora alguna tarde ante los ojos de toda tu familia, que ignoraba que no eras más que una enorme larva con forma semihumana que de aburrimiento ha decidido brotar convertido en una flor carnívora con pétalos gruesos como solomo crudo. (Tiempo de escritura: 6’ 29”. Edición: 3’ 28”)

Cuando los ojos de todos los viejos amanecen azules...

...un cambio sutil pero grave se opera en el mundo. No son pocas las hordas de aves que aterrizan en tropel sobre las calles atestadas de autos. El vuelo de sus plumas desprendidas es en sí mismo un espectáculo digno de ser visto. Hay quienes abandonan sus puestos de trabajo para ir a sentarse en los parques a lanzarles maní a las palomas y poder observar de cerca los ojos de los viejos. Esos días, las nubes se hinchan y bajo la tierra las quebradas ocultas resuenan tumultuosas. Mientras más ancianos se reunen más crece su alegría, sus risas se tiñen de blanco y aún los niños desearían ser viejos, de tan plácidos y frescos que se ven todos. Si un día comienza con aleteos inusuales, y sobre la ciudad se forma una nube entre pálida y brillante, mira a la cara al primer anciano que se cruce en tu camino. Si sus ojos están claros, pintados de azul, busca al siguiente. Y si confirmas que es un día de viejos de ojos azules, no luches contra el magnetismo del ambiente. Déjate arrastrar, y verás cómo desembocas en una plazuela o en un andén donde algunos de ellos sonríen y pintan recuerdos de tonos pastel. Sé noble con todo lo que un día como esos te suceda. Y guárdalo en la memoria. Porque rara vez hay dos días continuos en los que todos los viejos despiertan con ojos azules. De resto, son los ojos tristes y opacos de las legiones de la vejez melancólica los que habitan la tierra. (Tiempo de escritura: 6’ 46”. Edición: 3’58”.)

Instalar tu detector de tragedias y echar a andar

Ver pasar la falda descosida de una mujer de más de ochenta años a la que le falta una oreja y las uñas se le caen. Tropezar con un perro sanbernardo que lleva tres días escupiendo baba oscura. Preguntarle algo a un hombre que te habla con voz de lata vacía y que te pide favores incomprensibles. Tomar un taxi para huir de todo y ver que en la cabeza descascarada del conductor alguien parece haber tatuado palabras horrendas a la fuerza. Lanzarse por la ventana y aterrizar sobre una gallina que empollaba huevos de serpiente. Intentar sacarse de encima los dientes de pequeños anfibios que te quieren chupar el alma. Tirarte a correr por un callejón y resbalar sobre un sapo hambriento al que alguien le sacó los ojos. Ir a dar contra los muros y las puertas y enfurecer sin querer a un vecindario de ex convictos que se niegan a salir de la ruta del asalto y el cuchillo. Trepar por un muro tapizado de alambres de púa y vidrios afilados de hermosos colores. Quedar ensartado en el tope, de donde te baja a mordiscos un pastor alemán entrenado en la cárcel La Picota. Y ser llevado ante un subintendente de seguridad que sabe que nadie preguntará por ti, y que hace días se guarda unas ganas enormes de practicar kickboxing con algo vivo, débil y que grite. (Tiempo de escritura: 5’ 54”. Edición: 3’ 28”)

Se iban partiendo mis papeles como perros

La casa entera me pedía algo que no sabía bien cómo explicar. Bajo los cajones de la biblioteca una agrupación de insectos estornudaba entre copas. Y no era necesario decir mucho más para entender que todo se venía abajo. Arácnidos encerrados en su nochecita ciega. Y otro golpe de máquina para espantar los tonos de inspirado extático. Por qué no ofrecerme un jugo de mora con barquitos de papel naufragando en la superficie y un surfero desbocado que atraviesa las ondulaciones del jugo. No hay playa. Y las mujeres deben asolearse en el borde, haciendo equilibrio entre las pepas de la mora. Una que lee revistas recién hechas sonríe y uno se pregunta qué leerá. El de la barba se acerca y responde que la historia del hombre que vende latas rellenas de basura comprimida, como un símbolo de los desperdicios que él ha salvado de las garras del mar. Cruza un viento fuerte que dobla la página, y un párrafo se desprende, casi translúcido, casi a punto de descuajarse. Una motocicleta mira por el retrovisor y encuentra el párrafo ahí, latiendo de alegría, de haber encontrado un lugar para quedarse. La moto acelera. Y esto viaja lejos con el ruido de un motor. (Tiempo de escritura: 5’ 48”. Edición: 2’ 25”)

Se levantó el viento entre los calzoncillos ...

...y dejó en el tendedero un aire a ropa nueva o recién lavada. Bajo los árboles los pájaros bebían aguas hidratadas con alcohol de cidra negra. Levantaban turbias miradas las niñas que pasaban, imprimiendo letreros de Te Amo en sus camisetas instantáneas. El mar, aburrido de mirar desde la orilla, relinchó y pidió cerveza. Con aguardiente adentro, por favor, rugió saltando sobre las callecitas del barrio. Tres gallinazos que tertuliaban entre las ramas de un mango prefirieron alzar el vuelo y hacer tiempo mientras retrocedía la marea. El sol sonreía, y pelaba unos dientes torcidos pero pulcros sin huellas de carne ni alimentos estropeados. El aire era cada vez más liviano. Plumas desprendidas corrían sin afán, despidiendo pelusa falsa y estampillándose en la espalda de los amigos más antiguos. En las billeteras no había ya sino fotos raídas y nidos de gusanos. Saltaban los ojos de tan vacíos. Y una estampida de ahuyamas bramó en silencio por el futuro de este estornudo trunco. (Tiempo de escritura: 4’ 26”. Edición: 2’55”)

Relajó los músculos y se dejó llevar por las olas

Un pequeño rebaño de algas le acarició el cuello. Una sinfonía de burbujas le trinó en los oídos. Un pez diminuto le pasó entre los dedos de los pies. Sus nubes seguían arriba, tomando formas siempre nuevas. Evitaba buscarles relaciones obvias con árboles, palomas o personas. Y prefería pensar en cosas como “allí va la masa que usará el panadero loco para preparar el pan de mierda de paloma que cree una receta genial”, o “aquello son los restos del cargamento de leones muertos que traían mis hermana de su primer safari en África”… Esos pensamientos los guardaba para sí. Alguna vez le contó a su novia de turno las cosas que pensaba cuando observaba nubes, y el resultado no fue para nada alentador. Aunque ella puso cara de alegría, fue fingida y se dio cuenta de que no entendía y de que le generaban pánico los pensamientos inconexos y absolutamente aleatorios para divertirse hilando estupideces. Algo cosquilleó entre sus axilas, se giró bocabajo y continuó nadando. No supo hacia dónde estaba la playa. Pero se despreocupó, clavó los ojos en el agua salada, y decidió imitar durante algún rato el nado de un perro. La risa le hizo tragar agua. Pero eso tampoco le importaba. Sabía ya de las propiedades terapéuticas del agua de mar, del bienestar que le podía producir a su sistema digestivo, y de la enorme cantidad de minerales que podía absorber su hígado con medio litro diario. Que la arena y otras impurezas del mar le ocasionaran un improbable ataque de cálculos renales, era otra cosa que también lo tenía sin cuidado. De pronto, un pensamiento cómico se instaló en el centro de su frente, alzó la vista, y enfiló a brazadas largas hacia la orilla para continuar escribiendo. (Tiempo de escritura: 8’ 01”. Edición: 6’ 29”)

Los vasos seguían a la expectativa

Desde su punto de vista la habitación era un cilindro de tonos difusos que se expandía a capricho por todos los costados. Ninguno de los perros movía siquiera la nariz. Y los angoras que se arrastraban por los rincones lanzaban miradas desconfiadas. Una bruja puede ser una gran amiga. Sobre todo si es aficionada al whiskey en las rocas y toca la guitarra como la maestra de Tom Waits. Adela era casi eso, pero además fumaba unos tabacos aromáticos que habían impregnado toda su casa con un olor a sembrado de especias ahumado. Su repertorio iba desde lo más sencillito de los Beatles o la fase oscura de Lou Reed, hasta unos engendros espesos que sonaban como música ranchera intoxicada por el órgano de una iglesia en la que se bailara blues. Nunca nos acostamos antes de las tres de la mañana. Y yo hacía siempre un esfuerzo extra para aguardar el momento en que a ella le naciera entrar en trance, cerrar los ojos ante el balcón, y comenzar a decir cosas al azar en las que de pronto se iba definiendo una visión del mundo apocalíptica, similar a la de aquellos músicos que seguían dándole a sus instrumentos mientras el Titanic se iba a pique. Cuando regresaba en sí, solía mirarte como a un bicho recién nacido. Sonreía, te tomaba de la mano, y comenzaba a improvisar sobre tu pasado, presente y futuro, aunque en eso último era más bien parca. Te decía cosas irrebatibles, como que tu complejo de no andar nunca en calzoncillos con la puerta abierta provenía del miedo a alguno de tus hermanos mayores, o que si algún día serías un escritor, eso no sería antes de tres o cuatro lustros, o en todo caso cuando por fin hubieras enfrentado tu miedo a la derrota. Al final te ofrecía un sorbo de whiskey y te arrojaba una nube de humo en la cara. Tomaba la guitarra, y su voz ya era otra. Más pura. Menos atormentada. Como una Bob Dylan después de regresar de Shangri-La. (Tiempo de escritura: 9’ 01”. Edición: 3’ 38”)

Ayer vino un pájaro gordo a molestar

Una tarántula que había perdido una o dos patas. Un pequeño animal de cuyo nombre no quise acordarme. Un representante de papitas fritas marca ACME. Una niña que decía haber perdido a sus padres mientras compraba palomitas de maíz. Un señor en chaleco de cuero que gritaba el himno de Belice. Una señora de pelo azul cielo que trapeó toda mi casa sin preguntar nada. Un salchichonero sin ojos. Un camión lleno de pelos de barba recolectados en la calle. Una niñita mocosa que bailaba lo que sonaba en la radio del vecino. Tres siameses hinchas de equipos diferentes. Un alcohólico sobrio con una botellita de agua sucia en la chaqueta. Una ex reina de belleza del pacífico chocoano que argumentaba haber sido engañada por traficantes de esmeraldas. Un mico pequeño que decía las vocales al derecho y al revés. Una tropita de pulgas mal amaestradas que se instalaron entre las almohadas. Siete mariposas de las gordas y cafés que al verme perdieron brillo. Un polvo extraño y de consistencia grumosa que parecía pensarlo dos veces antes de posarse sobre el mugre de mi habitación. Tres pececillos en una bolsa de supermercado. Un hombre que asomó su sombrero, luego un bastón, y que resultó ser un perchero arrojado desde abajo. Un sinsonte que creí reconocer pero que no era más que una paloma desteñida. Y un lote de hormigas arrieras que desde ahora trabajan conmigo en la elaboración de la tumba de este estornudo mental. (Tiempo de escritura: 5’ 17”. Edición: 5’04”)

Despedirse sin querer y salir por la puerta de atrás sin darse cuenta

Patear las canecas de basura y ponérselas de sombrero a la señora de rulos que otea el horizonte desde su ventanita de flores. Al señor que seca la ropa en el balcón de encima insultarlo con términos salvajes, espetarle denuestos sin definición aparente y tildarle de loco por la manera en que se peina las cejas. Si a los pájaros del ventanal de más arriba se les abriera la jaula, el edificio entero ardería de escándalo. Pájaros sin plumas, aletargados por el abuso del Seconal. Aves de rapiña venidas a nada a punta de espantos y tratos impersonales de parte de sus amos. Se les deja ahí encerradas por conmiseración. La mujer que canta en la terraza no ha podido superar el duelo. Y la vida la mastica entre grumos de tabaco que compra baratos en la tienda de la esquina. José que le vende picadura ha intentado hacerla entrar mil veces en razón. No coma tanto ají con cigarrillo, Teresita, vea que eso poco a poco le abre un hueco en el cerebro. Pero ella a lo sumo le mata un ojo o le empina una ceja y vuelve a sus oficios de ama de casa sin esposo. La vida corre suave, pero con una música de fondo endemoniada en el edifico Arturo de la calle 12, donde los automóviles no se detienen nunca por miedo a ser violados. Donde las horda de niñitos con los dientes afilados van haciendo historia. Y donde las mujercitas son llevadas pronto a otros sitios antes de que le tomen afición al los bailes de garaje. Fiestecillas inocentes en las que a las mayores de once años se les da carta blanca para moler a palos sus deseos contra el primero que les atraviese. Se ha pensado encerrar todo el sector en una malla. Pero sería una atracción turística demasiado cara. Y quizás sólo tenga interés para dos o tres pintores o cronistas huérfanos de tema. (Tiempo de escritura¨6’14”. Edición: 3’27”)

Caballitos con la boca pintada

Tropeles de orugas meditabundas. Escuelas de floricultura para sepultureros. Troncos de piel de sapo. Esforzarse en serio por que nada hile. Ella miraba como un puñal de mimbre. Sus orejas destilaban ron aguado. Sus zapatillas de oro falso se deslizaban entre trituradoras de piedra. Para qué los estornudos. Para no dejarle todo eso de hacer frases al azar a las computadoras. Para jugar a que se vale pegar palabras con clavos y cinta adhesiva y a que el resultado puede servir incluso para tapar filtraciones en el techo de tu casa de cartón. Agriétale los ojos a tu mascota. Siembra en ellos semillas de alcaparra o aceituna. Bríllale los huesos con algún químico fuerte y dedícale canciones de amor de hacer tres décadas. La mujer que viene allí se llama Dora. Anda de afán porque la gente le quiere hacer daño. Pero eso aún no lo sabe a ciencia cierta (a ciencia cierta es una frase fea) y aunque algo presiente no está del todo segura. Se le ha corrido el maquillaje de semillas africanas, pero cree que es por la lluvia. El corazón le hace cosquillas y algo eléctrico y enredado gira dando tumbos por sus ventrículos. La odian. Es mucho el daño que ha hecho. Y va a ser azotada con pastillas de menta envenenadas. Morirá feliz, en todo caso. Pero por ahora sólo es un presentimiento. Una extraña sensación de que corre peligro. Y por eso anda de prisa. Fofa y floja alguna literatura puede llegar a ser. Pero en el mundo del estornudo todos somos inocentes. (Tiempo de escritura: 5’ 53”. Edición: 4’ 36”)

Y entonces se prende la máquina,

...por los poros del teclado algunos estallidos minúsculos brotan humeantes y delgados. No quiere uno sino ver emerger demoniecitos locos por entre las letras negras, ver la cara de uno que otro dragón saludar sin asco como a un viejo amigo, y que de pronto alguna garra de tamaño medio pellizque una uña, la primera falange, un dedo entero y lo arrastre a uno bajo las teclas. No hay por qué sentirse asfixiado entre el polvo de tantas horas de escritura barata. Es la vida. Y los insectos menores algo deben comer. No creo que haya diferencia entre pintar bonito y pintar bien. Y aunque esa sea una frase que jamás suscribiría, sigo pensando que escribir de afán también es escribir bonito. El sólo tecleo ya es hipersensibilizador (¡uy!), arrullante, jalador de pensamientos, un mantra de oficina que te puede hacer pasar muy gratos ratos, a ratos, y sobre todo sin el ambiente no hay patos. Puede uno luego asomarse al corredor. Asegurarse de que no haya moros en la costa y sacar del maletín los implementos. A la larga, todo brota como de un tirón. Cuando los tubos y los alambres y el complejo andamiaje que has preparado estén listos, sólo enciende la mecha porque lo demás vendrá de un solo golpe. Ese “blam” enorme con el que lo has mandado todo lejos es tan promisorio que esta noche, por lo menos esta noche, podrás dormir como el dedo gordo de un bebé. (Tiempo de escritura: 5’ 26”. Edición: 3’45”)

Si uno se pone un disfraz de enanito…

…corre el peligro de darse por bien servido antes de tiempo, porque cuando un perro late por la ventanilla es conveniente no darle demasiado aliento. Siempre que alguien libere una endorfina organícele una marcha, prepare con sus compadres un bonito cortejo por las principales avenidas de su ciudad y junto a la banda municipal díganle todo lo bueno que hacen por la humanidad. No se detenga nunca ante las puertas de una carnicería más tiempo del necesario. Habla eso muy mal de usted. ¿Qué necesita pensar tanto alguien antes de comprar un trozo de carne? ¿Acaso no sabe bien cuánto dinero tiene en el bolsillo? ¿Acaso está pensando en algún tipo de corte que sorprenda al carnicero? ¿Está haciendo cuentas y cree que tal vez ya ha llegado la época de la carne de conejo? No. Ante las puertas de un carnicería no hay que pasar más tiempo del necesario para olfatear. Si apesta demasiado, siga su camino. Si no apesta, siga su camino. Si huele a carne fresca, húmeda, madura, sangrante y joven, deténgase, y extienda el dinero que tenga, pida lo mejor que le puedan dar por eso. O pida solomito de una buena vez y coma rico. Si no tiene plata para solomito, baje sólo hasta punta de anca. De ahí para bajo ignore todo hasta llegar al hígado. Ahí sí está la sustancia buena. El hierro. La vida. El meollo. Hígado y menudencias bien pueden llevar un hombre a viejo… (Tiempo de escritura: 4’55”. Tiempo de edición: 3’51”)

Una nube tiene todo el derecho...

...a ser una nube gorda, hinchada, y a no parecerse a nada. Si uno no entiende esas cosas está destinado a ser un buscador de muñequitos tontos por el mundo. No pueden ser los gatos los llamados a limpiar la faz del planeta de malos conductores. Eso sería tan terrible como hacer estornudar al peor de los gigantes. Si algo no va bien, dalo por perdido o cómprate un motor infalible marca Acme y pónselo en la nariz. Si algo interrumpe tu trabajo haz de cuenta que no ha sucedido nada y suénate la nariz con algún pañuelo hallado en el piso. El arte de estornudar es duro y exige paciencia. No se pueden tener afanes por decir cosas sabias ni por deslumbrar. Es sencillo en teoría eso de dejar bailar a los dedos como locos, pero lo duro vine cuando se quiere tener el control del caballito que se ha puesto en marcha. Por eso, diría un sabio zen, la clave es hacerse la rama de bambú, y dejarse doblar por cualquiera que sea el viento que sople. Por ejemplo ahora, que sobre la arena se dibuja ya la cara imprecisa de una horrenda frase, uno quisiera ceder a la tentación de mandar todo a la porra de un manotazo. Pero se pude pisar la arena, como pisando una almohadilla, y dejarse morder por las burbujas de las olas tarareando una canción que dice: “barambaóoooo, alé-jaté- que yo no soy, un ju-gue-téeee…!” Tiene sus derrotas y sus triunfos, el arte de estornudar. Y mucho va en la paciencia de quien escribe. Porque los estados de trance creativo no vienen así porque sí… que porque ya almorcé entonces me voy a sentar un rato a estornudar. Lo más probable es que el resultado sea un estornudo indigesto, pesado, lleno de lentitudes gástricas. Pero bueno, con paciencia y sin parar va uno y se encuentra de pronto con el fuego de la conexión literaria y pisa fuerte y sale vivo de un corto paseo por algún fresco y relajante infiernito de media tarde…
(Tiempo de escritura: 8 minutos, 15 segundos. Edición: 3 minutos, 23 segundos)

Ver caer las orugas...

...desde el borde de una mesa. O sentarse a observar durante horas la lenta marcha del enano del frente. Visitar por períodos cortísimos la jaula del tití del zoológico vecino, o degustar el suave amargo de los excrementos de paloma. Una abuela puede ser víctima de cualquiera. Uno puede darle un golpe en el cuello a traición y llevarla en brazos a un sitio descampado. Y allí, mientras ella despierta de su sueño forzado, un ser amable puede por ejemplo contarle cuentos infantiles al oído, darle gotitas de aguamiel o acariciar su frente con endebles hebras de pasto. Puede también dejar que sobre su piel las hormigas abran caminos de pionero, y que algunas mariposas planten huevos en el lóbulo de alguna de sus flácidas orejas. Si alguien pregunta qué ha pasado, qué hace una mujer tan entrada en años ahí acostada en la grama al calor de la tarde junto a un hombre tan joven, la respuesta es muy sencilla: “es mi abuela, y a ratos siente una fatiga enorme que la obliga a buscar reposo”. Y así puede uno seguir su trabajo, su misión, su linda obra de empatía. (Tiempo de escritura: como 5 minutos con tres interrupciones. Tiempo de edición: 3 minutos de un tirón. Las siguientes entradas serán cronometradas científicamente.)