Aquí se leen (o se solían leer) los ejercicios de escritura automática de un tipo al que le encanta levantarse tarde... pero no puede.

Encender la cámara y lograr que en lugar de tragar dispare luz

Echarle fuego a los caballos que huyen sobre las plagas cenagosas del Llano. Arrojar mariposas sobre los fogones de leña. Dirigir la mirada a la carpa del circo, dejarse atraer por las risas y lunares de las mujeres que ofrecen sus ombligos y ensayar con alas de angelito el papel de payaso principal. Descolgar papayas del árbol de utilería, y fabricarse collares de fruta picada antes de lanzarse al río Cauca. Dejar caer como títeres las calaveras desmadejadas en los corralitos carcelarios de una pradera tropical en la que la Vírgen de las Mercedes se desviste y exige respeto. Esconder una calibre 35 entre las fosas nasales y aporrear el vestidito de la actriz principal sobre un mapa de Colombia hecho de cementito pintado. Tronar los dedos y hacer que ese mismo mapa se levante borracho de risa y se sacuda de encima sus recovecos más brillantes como si fueran joyas indignas en un cuerpo tan manchado. Ponerse una máscara de Culebro Casanova y salir a ajustar cuentas con niñas despistadas por las callecitas de Santa Fé de Antioquia. Escupir sobre la tumba de Augusto Pinochet. Señalar con el dedo los árboles más densos, y colgar entre sus hojas latas de películas ya idas. Ingeniarse la manera de que la savia se haga luz y el tronco proyector, y que de ese árbol de iguanas o zapotes salvajes broten como la señal de Batman los rayos titilantes de un cine hecho golpetazo en la cara de los que esconden su rabito de paja. Levantar la mirada al cielo negro del cine colombiano, y ver cómo se abre un espacio trunco para alojar a un maestro-guayacán amarillo, un hombre-aguja que tejía fino y constante disfrazado de quijote, con nariz de hacha y una mirada limpia de la que siempre salió el cine hecho palabras, hecho tajadas de jamón de celuloide en salsa de vino chileno. Un estornudo tramposo en homenaje a un flaco aguerrido al que un monstruo sin ojos se le agazapó entre el buche y gritó “corten”. El plano final de un hombre sin aliento que se aleja horizontal en el vientre de una camioneta fúnebre a contracorriente del río Cauca no es tan final. Al grito de “corten” de su bicho oscuro el maestro grita “acción”. Y alebresta esa tropa de cinéfilos heridos que aúlla alrededor de un guayacán bebé del que si todo sale como debe, brotarán como espantos las flores de lucecita envenenada para fabricar la mermelada que sacuda de alegría el pan insípido en que se han convertido los desayunos de cine en este vallecito de Aburrá. In memoriam, Dunav Kuzmanich. (Tiempo de escritura: 9’27”. Edición: como media hora, por primera vez en la historia de Automática. Una trampa que la ocasión ameritaba. Ahí perdonan.)