Aquí se leen (o se solían leer) los ejercicios de escritura automática de un tipo al que le encanta levantarse tarde... pero no puede.

Sentarse al borde de la acera a remendar los zapatos

Y ver cómo los tambores improvisan felices sus cuentos de tedio y humor. Dejar que la mujer de la ventana de enfrente lance sus flores de juguete sobre las corrientes de aire. Hacerse el muerto para no ir a cine cuando todos los teatros ofrezcan crispetas viejas. No detenerse ante la marcha del camión que se aproxima y recibirlo con exclamaciones elegantes mientras te aplancha la cabeza. Pegar del cuenco negro de la noche figuritas incandescentes que te recuerden que nada está dicho aún. Que aunque todo parezca esperar su turno, la verdad es que no hay filas, excepto la de la puerta del baño. Discurrir a todo volumen, con algún viejo que pase, sobre el futuro de una plantita sembrada por ahí, y ponerse de acuerdo simulando sinembargo un radical y completo desacuerdo sobre el tema. Desafinar cuando llegue el gran concierto y cacarear como gallina enrazada en borriquillo cuando te pidan cuentas sobre algún desacierto que abotague tu mirada. Pensar en algo tridimensional y sólido alojado en tu cerebro, enviarle corrientes de poder hasta que se tome el lugar entero y comience a asomar sus aristas en tu frente. Imaginar que es cierto, y desbaratar tus planes de ir al mar en el momento en que todo estalle. Reírse de la niña del vestido negro que hace piruetas de circo sobre la mesa principal, y recoger su arete en silencio con movimiento sutil. Robar el vaso en el que su abuelo guarda una caja de dientes con molares forrados en oro, y simular dolor estomacal para salir a tomar aire en la copa de los pinos. Dejarse caer de cabeza, y dormir una larga siesta en los agujeros de los topos. Lo demás es respirar, que ya el sol y el agua se encargarán de lo demás. (Tiempo de escritura: 8’ 34” Edición: 3’ 04”.)