Aquí se leen (o se solían leer) los ejercicios de escritura automática de un tipo al que le encanta levantarse tarde... pero no puede.

Puso un dedo sobre una superficie lisa seguro de que algo en sus partículas menores habría de notar su presencia sanadora

Legó lo que quedaba de su minúscula fortuna a los regeneradores de materiales desechados. Hizo caso omiso del último consejo de su madre aquel día en el que los pantaloncitos cortos ya no le ocultaban con buen tino el vello de las piernas retorcidas. Hizo una nueva pausa sin dejar de orar pestes marchitas en la punta de la lengua. Y contando de quince en treinta sumó cuatromil doscientos cincuenta y dos gallinazos en el cielo. Nada alrededor le entregaba las respuestas envueltas en pequeños papelitos de celofán importado de la China. Y ni haciendo un esfuerzo extra con sus dos pupilas enteras y henchidas de dolor lograba separar las ondas radiodifundidas del resto del aire. Era un momento extraño, sus dedos en la mesa, sus sumas en las nubes, sus pesos repartidos entre hombres y basura y el resto de su cuerpo dividido entre el drama de no hallar señales radiosónicas dirigidas desde algún rincón del mundo especialmente para él, y la desazón irremediable de saber que lo que a esas horas lo tenía en semejante posición no era más que un capricho súbito y recalcitrantemente intrascendente que a lo sumo para él y dos o tres hembras futuras tendría cierto grado de interés. (Escritura: 4' 49”. Edición: 2’ 30”)