Aquí se leen (o se solían leer) los ejercicios de escritura automática de un tipo al que le encanta levantarse tarde... pero no puede.

Se iban partiendo mis papeles como perros

La casa entera me pedía algo que no sabía bien cómo explicar. Bajo los cajones de la biblioteca una agrupación de insectos estornudaba entre copas. Y no era necesario decir mucho más para entender que todo se venía abajo. Arácnidos encerrados en su nochecita ciega. Y otro golpe de máquina para espantar los tonos de inspirado extático. Por qué no ofrecerme un jugo de mora con barquitos de papel naufragando en la superficie y un surfero desbocado que atraviesa las ondulaciones del jugo. No hay playa. Y las mujeres deben asolearse en el borde, haciendo equilibrio entre las pepas de la mora. Una que lee revistas recién hechas sonríe y uno se pregunta qué leerá. El de la barba se acerca y responde que la historia del hombre que vende latas rellenas de basura comprimida, como un símbolo de los desperdicios que él ha salvado de las garras del mar. Cruza un viento fuerte que dobla la página, y un párrafo se desprende, casi translúcido, casi a punto de descuajarse. Una motocicleta mira por el retrovisor y encuentra el párrafo ahí, latiendo de alegría, de haber encontrado un lugar para quedarse. La moto acelera. Y esto viaja lejos con el ruido de un motor. (Tiempo de escritura: 5’ 48”. Edición: 2’ 25”)

Se levantó el viento entre los calzoncillos ...

...y dejó en el tendedero un aire a ropa nueva o recién lavada. Bajo los árboles los pájaros bebían aguas hidratadas con alcohol de cidra negra. Levantaban turbias miradas las niñas que pasaban, imprimiendo letreros de Te Amo en sus camisetas instantáneas. El mar, aburrido de mirar desde la orilla, relinchó y pidió cerveza. Con aguardiente adentro, por favor, rugió saltando sobre las callecitas del barrio. Tres gallinazos que tertuliaban entre las ramas de un mango prefirieron alzar el vuelo y hacer tiempo mientras retrocedía la marea. El sol sonreía, y pelaba unos dientes torcidos pero pulcros sin huellas de carne ni alimentos estropeados. El aire era cada vez más liviano. Plumas desprendidas corrían sin afán, despidiendo pelusa falsa y estampillándose en la espalda de los amigos más antiguos. En las billeteras no había ya sino fotos raídas y nidos de gusanos. Saltaban los ojos de tan vacíos. Y una estampida de ahuyamas bramó en silencio por el futuro de este estornudo trunco. (Tiempo de escritura: 4’ 26”. Edición: 2’55”)

Relajó los músculos y se dejó llevar por las olas

Un pequeño rebaño de algas le acarició el cuello. Una sinfonía de burbujas le trinó en los oídos. Un pez diminuto le pasó entre los dedos de los pies. Sus nubes seguían arriba, tomando formas siempre nuevas. Evitaba buscarles relaciones obvias con árboles, palomas o personas. Y prefería pensar en cosas como “allí va la masa que usará el panadero loco para preparar el pan de mierda de paloma que cree una receta genial”, o “aquello son los restos del cargamento de leones muertos que traían mis hermana de su primer safari en África”… Esos pensamientos los guardaba para sí. Alguna vez le contó a su novia de turno las cosas que pensaba cuando observaba nubes, y el resultado no fue para nada alentador. Aunque ella puso cara de alegría, fue fingida y se dio cuenta de que no entendía y de que le generaban pánico los pensamientos inconexos y absolutamente aleatorios para divertirse hilando estupideces. Algo cosquilleó entre sus axilas, se giró bocabajo y continuó nadando. No supo hacia dónde estaba la playa. Pero se despreocupó, clavó los ojos en el agua salada, y decidió imitar durante algún rato el nado de un perro. La risa le hizo tragar agua. Pero eso tampoco le importaba. Sabía ya de las propiedades terapéuticas del agua de mar, del bienestar que le podía producir a su sistema digestivo, y de la enorme cantidad de minerales que podía absorber su hígado con medio litro diario. Que la arena y otras impurezas del mar le ocasionaran un improbable ataque de cálculos renales, era otra cosa que también lo tenía sin cuidado. De pronto, un pensamiento cómico se instaló en el centro de su frente, alzó la vista, y enfiló a brazadas largas hacia la orilla para continuar escribiendo. (Tiempo de escritura: 8’ 01”. Edición: 6’ 29”)

Los vasos seguían a la expectativa

Desde su punto de vista la habitación era un cilindro de tonos difusos que se expandía a capricho por todos los costados. Ninguno de los perros movía siquiera la nariz. Y los angoras que se arrastraban por los rincones lanzaban miradas desconfiadas. Una bruja puede ser una gran amiga. Sobre todo si es aficionada al whiskey en las rocas y toca la guitarra como la maestra de Tom Waits. Adela era casi eso, pero además fumaba unos tabacos aromáticos que habían impregnado toda su casa con un olor a sembrado de especias ahumado. Su repertorio iba desde lo más sencillito de los Beatles o la fase oscura de Lou Reed, hasta unos engendros espesos que sonaban como música ranchera intoxicada por el órgano de una iglesia en la que se bailara blues. Nunca nos acostamos antes de las tres de la mañana. Y yo hacía siempre un esfuerzo extra para aguardar el momento en que a ella le naciera entrar en trance, cerrar los ojos ante el balcón, y comenzar a decir cosas al azar en las que de pronto se iba definiendo una visión del mundo apocalíptica, similar a la de aquellos músicos que seguían dándole a sus instrumentos mientras el Titanic se iba a pique. Cuando regresaba en sí, solía mirarte como a un bicho recién nacido. Sonreía, te tomaba de la mano, y comenzaba a improvisar sobre tu pasado, presente y futuro, aunque en eso último era más bien parca. Te decía cosas irrebatibles, como que tu complejo de no andar nunca en calzoncillos con la puerta abierta provenía del miedo a alguno de tus hermanos mayores, o que si algún día serías un escritor, eso no sería antes de tres o cuatro lustros, o en todo caso cuando por fin hubieras enfrentado tu miedo a la derrota. Al final te ofrecía un sorbo de whiskey y te arrojaba una nube de humo en la cara. Tomaba la guitarra, y su voz ya era otra. Más pura. Menos atormentada. Como una Bob Dylan después de regresar de Shangri-La. (Tiempo de escritura: 9’ 01”. Edición: 3’ 38”)