Aquí se leen (o se solían leer) los ejercicios de escritura automática de un tipo al que le encanta levantarse tarde... pero no puede.

Me lanzo de cabeza en una taza de café hirviendo...

... y no chisto al tacto del agua enfurecida. Busco el fondo para libar un poco del azúcar indisuelto y lo mastico a golpes para lastimarme las coronas de los dientes. Intento verme las palmas de las manos y lo logro, poniéndolas casi junto a la nariz. Trago, me hincho, no puedo salir a flote, tampoco lo quiero, camino en círculos, y para entretenerme repito el abecedario al derecho y al revés, multiplico cualquier número por siete y si no sé la respuesta me la invento. Qué más da. ¿Qué mal le puede hacer al mundo multiplicar seis mil doscientos cuarenta y cuatro marsupiales por un simple siete? Hago malabares con los granitos de café que lograron superar el colador. El café ya habrá hecho efecto. Igual no tengo sueño. Pero recuerdo que hay una navaja en el bolsillo trasero de mi pantalón y apuñalo las paredes del pocillo, me cuesta un largo rato de trabajo pero logro hacer una hendidura y cavo, despacio y con fuerza, en círculos concéntricos, tranquilo, tarareo “What a wonderfull world” y cierro los ojos, todas mis fuerzas concentras en la punta de mi arma, y sin parar de hincar el filo recuerdo un día de playa bajo un sol redondo y categórico en el que junto a dos mujeres que aún no conocía bien construimos castillos de arena muy profundos y deformes pero llenos de ganas, con arena colgada de los pómulos, aferrada al redondel de los ombligos, casi un volcán de arena construido como disculpa para mover el cuerpo muy cerca unos de otros, para doblar la espalda y empinar la cintura con las palmas apoyadas un poco más abajo, de pronto siento un dolor agudo en el antebrazo, he cavado ya hasta el otro lado de la taza, un hueco humilde, las aristas me hieren la piel pero el café me sana mientras abandona el recipiente. Una mujer observa el mantel manchado de café, toma la taza abandonada y no entiende qué pudo haber pasado. Mira el fondo, y claro, no me ve. Si hace rato que huí a buscar alguna que me quitara este mareo. Y vaya si la encontré. ¡Pero qué es lo que has tomado!, alcanza a preguntarme antes del primer mordisco.