Aquí se leen (o se solían leer) los ejercicios de escritura automática de un tipo al que le encanta levantarse tarde... pero no puede.

Remaba sobre un charco en el que las flores de plástico lamentaban su suerte

En la barca íbamos Ella, las otras dos y yo. Una era un poco muda, aunque lograba comunicarse con complicados juegos de parpadeo y risas ahogadas. La otra sabía que la malla que recubría sus piernas causaba efectos hipnóticos en los espectadores, y se limitaba a verlas obrar sobre la mente de sus acompañantes con una sonrisita de actriz mediocre. Y Ella me ayudaba a remontar la corriente con exhalaciones forzadas. El cielo poco a poco se poblaba de zeppelines y globos aerostáticos que la empresa fabricante había decidido poner a prueba para generar noticias, pero eso aún no lo sabíamos, y por eso hacíamos apuestas sobre qué podría estar pasando. No podía ser una carrera porque todos iban en direcciones diferentes. Y para ser una simple exhibición le faltaba el aire festivo. No había colores intensos. No había rojos subidos ni azules cielo en las carpas de las aeronaves. Todas eran de un tono de piel pálida, como vejigas de balón desamparadas, cosidas con tejido burdo como heridas de guerra. Y como tenían formas tan disímiles llegamos a pensar que era un experimento militar de alguna clase, sin sentido de lo estético y en el fondo con cierto afán de amedrentar. Como si quisieran decir: atención ciudadanos, que estas cosas parecidas a hígados o riñones o pulmones en cualquier momento pueden descargar algo terrible sobre ustedes. Sin darnos cuenta aceleramos la marcha, y en un momento estábamos sentados sobre el muellecito tocando la superficie del agua con la punta de los dedos, hablando de los efectos del Napalm sobre el organismo humano, de la mejor técnica para perder la vida rápido en caso de un ataque nuclear que no haya arrasado con nosotros, o intentando especular sobre los efectos de mezclar cianuro con ácido clorhídrico y un poco de arsénico pasado por mercurio. La una se había quitado las medias, un poco avergonzada, me dio la impresión. La otra se encerró en un gesto vacío, como de estar viendo la peor parte una película entretenida. Y Ella se me aferró a la espalda, apretando con la fuerza de una niña que sabe que ha llegado la hora de abandonar para siempre a su osito de peluche. (Tiempo de escritura: 9’ 31”. Edición: 7’ 34”)