Aquí se leen (o se solían leer) los ejercicios de escritura automática de un tipo al que le encanta levantarse tarde... pero no puede.

Tirarse de la cama bocabajo y arrastrarse hasta la sala

Ordenar abrir las tablas del techo y dejarse llevar hacia la luna. Permitir que algo baboso y repugnante pase por delante sin estornudar y devolverse de un tirón a ver morir la tarde. En el balcón del mar esperar que algo suceda. Decirle a los que pasen que el tiempo es ilusión. Y cantar con guitarras viejas y sin cuerdas algunas tonadas melancólicas. Si pasa algo hacerle venia. Y si no también. Arrastrar los zapatos hasta la estación de Núñez, pedirle a una mujer que te acaricie el pelo. Y si accede dibujarle pajaritos en el aire. Retomar alguna tarea inconclusa y pedirle a los trenes que la pisen. Comentar entre susurros que han hecho algo desastroso y que han acabado con tu carrera policial. Desenterrar clavos de vagones derruidos, y ponerlos entre las ruedas de tus camiones preferidos. Insultar a los ancianos que no escuchen, para no herirlos en el pecho. Y dejar que un exabrupto te guíe de momento. Si una nube de insectitos se te acerca, sumarte a ellos entonando zumbidos de metal. Y posarse entre las ramas de un limón a someterse a los efluvios cítricos mientras obran locuras en tu mente. Esperar el paso de los osos hormigueros y lanzarse sobre ellos con la punta envenenada. Picarlos hasta que estallen de lo hinchados. Y recobrar las energías al borde del estanque. Cuidarse de las ranas que fabrican poesía, de su leche tibia y erudita, de sus croados soporíferos y complacidos de sí mismos, y al menor impulso correr en dirección contraria. Ver nacer luciérnagas de las burbujas pantanosas y esperar hasta que formen una hélice en torno de la noche. (Tiempo de escritura: 6’ 44’’. Edición: 4’ 01”)